miércoles, 26 de agosto de 2015

Instantes de miel

Sus mejillas rojas eran el presagio de una noche cálida:
decían que tras mirar esos ojos amarillos habían olvidado cómo caminar.

Aquellas manos de algodón y ese sabor  cobarde que desprendía su perfume,
contrastaban con la mirada feroz de esa muñeca de carbón
que decía haberse enfrentado a la muerte
y haberla vencido sin mirarla,
guiñándole un ojo al espejo roto que decoraba su salón.

Nunca tuve miedo, lo reconozco, hasta que la vi,
con esos andares de escudo y esa coraza afilada
que no dañaría una mosca pero sí un corazón predispuesto.
Y eso me asustó.
Me asustó como decidir algo que no podré cambiar mañana,
o peor,
que decidan por mí algo que no pude cambiar ayer.

Tenía cara de haber sufrido leyendo antes de tiempo el final de todos sus libros.
Entonces supe que nunca querría abrirme, porque ya sabía cómo terminaba
-encima suya y su tristeza en la basura-.
Y ella amaba su burbuja,
amaba cómo esquivaba con un zigzag todas las agujas que le mostraba el camino
y cómo su escaso oxígeno alimentaba su mediocre valor,
aún más ocre cuando tropezó con aquella risa
y su burbuja rebotó de aurícula a ventrículo
en un tiempo de dos suspiros a contrarreloj.

Lo último que recuerdo es haberle sostenido la mirada:
una mirada llena de carencias,
que consiguió revelarme mil secretos
antes de que su sonrisa disparara a matar.

Y ahora bajo tierra,
le pregunto a los gusanos por tu ausencia
y me piden que no hable más de ti:
que el instante me está ahogando
y al final, voy a querer salir.