hablar de la felicidad
sin utilizar
los centímetros que unían
sus manos a las mías.
Sin hablar del tiempo
que se colaba
entre los huecos de sus dedos
cuando decía que
nunca otro momento fue mejor
que el estar allí
entre el cielo y el infierno
buscando refugio.
Se le enredó la boca
con una jauría de
palabras
que llevaban al séptimo escalón
de mi memoria,
haciendo una bola de pelo
de su vida y la mía.
Tanto fue
que el amigo de su sonrisa
testificó a favor de
los besos
que pudimos darnos,
y los abrazos
adoptaron la actitud
de unos puntos suspensivos.
Siempre sonreía,
me sonreía,
y yo
la miraba.
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