Estoy tejiendo mi corazón de ceniza.
Los hilos metálicos se resbalan de las agujas oxidadas.
He olvidado el movimiento de tus caderas
y ya no sé qué ritmo llevan mis manos.
La silla de mimbre en la que me siento
me deja su marca en los muslos,
y duele
-quizás aprendió de ti-.
Si
go
te
jien
do.
Pongo trozos de un trapo sucio encima de las heridas
y clavo la aguja, atravesando el corazón de cuajo.
Ahora es de color blanco,
y no por infección,
sino porque siempre fue usado
como el blanco perfecto de los disparos.
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